¿En qué momento convertimos la invitación llena de esperanza del Evangelio en una amenaza de muerte?
«El reino de Dios se ha acercado…», fue el mensaje de Jesús. Ese mensaje es llamado «evangelio» por los autores del Nuevo Testamento, unas buenas noticias.
Y, ¡sí que era una buena noticia! Según los relatos, la gente por toda Galilea y sus alrededores se inquietó al escuchar ese mensaje. ¿Habría llegado por fin el tan esperado Mesías? ¿Sería una falsa alarma como ya había pasado en varias ocasiones con ungidos autoproclamados que resultaban ser una farsa?
Pero, había algo en Jesús que lo hacía especial. Una especie de autoridad, un poder innegable, unas señales muy superiores a los de otros sanadores y profetas itinerantes. Y ese desafío a las buenas costumbres, esa cercanía a la gente marginada, a las rameras, a los publicanos, a indeseables y a piadosos por igual.
La buena noticia: la gracia de Dios al acceso de todas y de todos. Una mesa amplia en la que cabía cualquiera, una desprivatización de la presencia de Dios, que ya no estaría confinado en el templo ni al otro lado de un ritual religioso. No, «el reino de Dios se ha acercado a vosotros».
Y el arrepentimiento que seguía a esa invitación, no consistía en una mortificación constante, sino en la alegría de caminar con Jesús, de aprender de él y de juntarnos con otros y con otras a vivir esa libertad de descubrir y compartir la gracia.
¿En qué momento cambiamos el mensaje de esperanza por una advertencia de fuego y tortura eterna? ¿En qué estábamos pensando cuando volvimos a encerrar a Dios en nuestros templos, en nuestros rituales, en nuestros modelos teológicos? ¿Por qué en lugar de proclamar el arrepentirse como un camino con Jesús, y lo reemplazamos por un listado de normas a las que hay que someterse para aspirar a una salvación de ultratumba quién-sabe-cuándo-quién-sabe-dónde?
¿En qué punto del camino nos extraviamos tanto para pasar de una buena noticia a una constante amenaza?