Hubo una época en mi vida donde quise vivir mi fe lejos de la religión. Hoy, ya casi sin fe, quiero ser más religioso que nunca.

«No es religión, es relación». Esta frase se puso de moda, al menos en mi iglesia, cuando yo era adolescente. Tal vez sería esa necesidad tan humana de tomar distancia de la generación anterior, o tal vez una manera de echarle maquillaje al viejo discurso evangelístico (para obtener los mismos resultados, eso sí).

En todo caso, propuse en mi corazón no parecerme a lo establecido por la religión. El asunto es que como creía que la religión era algo estético, pues mis cambios fueron solamente estéticos. Empecé a buscar estilos musicales más transgresores para tocar en la iglesia, ya no usaba la camisa por dentro del pantalón y en lugar de zapatos de domingo, empecé a usar Converse. Ah, bueno, y nada de decir: «Dios te bendiga», sino: «Qué más pues, parcero», ni: «Qué bendición», sino: «Ufffff, qué bacanería».

Y ese era yo a mis 15 años. Todo un rebelde sin causa, y sin contenido, además. Tendrían que pasar unos 15 años más para que hubiera una ruptura de fondo, no solamente con mi iglesia, sino con muchas de las ideas de base del cristianismo occidental y con la fe en todo el sentido de la palabra. Así que me dediqué completamente al camino de la herejía. Pero volvamos a lo de la religión.

Más allá de señalar o no a «religare» y su significado, o de enfatizar en que el cristianismo sí vale la pena, o que la fe se alimenta de la duda, todas conversaciones muy valiosas que tienen algún tiempo sucediendo en nuestra burbuja digital, he estado pensando en que la religión es un asunto de hechos. Inevitable llegar a Santiago 1:27, que habla de la practicidad de la vida religiosa en pro de las necesidades de los demás, en contraste con el «mundo», el sistema que nos enseña a pensar solamente en el beneficio propio. El famoso: «¿Cómo voy yo ahí?», como decimos en Colombia. Y, en general, el mensaje de Santiago es que la religión no tiene tanto que ver con lo ritual o lo doctrinal, sino con la ética en mi relación con las personas.

Pero no dejemos de lado esa imagen de la viuda y el huérfano (curiosamente Santiago no remata con «el extranjero» de los profetas, tal vez porque en este caso los extranjeros / desplazados por la violencia eran, precisamente, los destinatarios de la carta) que se usa para resumir a la gente vulnerable, invisible, desechable. A la gente que solamente aparece como una barra en una tabla de estadísticas o como acompañantes de fotos en las campañas políticas.

Y entonces llevo algún tiempo preguntándome: ¿Y qué tal si nos volvemos más religiosos? Bueno, ya deconstruimos nuestra fe, ya estamos resolviendo las preguntas teológicas, ¿y ahora qué? ¿Hasta cuándo nos vamos a quedar hablando de lo mismo? Porque es muy divertido desmentir la teología de los fundas y burlarnos de los que siguen creyendo lo mismo que nosotros creíamos antes… pero, ¿y la religión? ¿Qué hacemos con la viuda y el huérfano y el extranjero?

Yo, por mi parte, quiero proponerme ser más religioso que nunca. No sé todavía qué creer con respecto a muchas cosas, pero lo que hay por hacer sigue estando ahí. Puedo cambiar de teología todas las veces que quiera, pero mi prójimo en necesidad no puede seguir siendo secundario.

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