Nos gusta pensar que somos como el hijo pródigo, pero más fácilmente terminamos siendo como el hermano mayor.
A veces me pregunto por qué nos cuesta celebrar la gracia de Dios para los demás.
En la historia del hijo que vuelve a casa hay un personaje que vemos como secundario, pero que creo que estaba en el centro de la enseñanza que Jesús quiso dejar al confeccionar esa parábola. Recordemos que esa trilogía de historias sobre cosas perdidas (la oveja, la moneda y el hijo) iba dirigida a algunas figuras religiosas que se indignaban por las compañías que solía tener Jesús: recaudadores de impuestos y pecadores.p
Mientras las personas de dudosa reputación se sentían atraidas por Jesús, por su forma de ser que les devolvía la dignidad que les negaba el sistema religioso, por su mensaje que les mostraba a un Dios al alcance de cualquiera, las personas que se consideraban a sí mismas piadosas lo condenaban duramente por no acogerse al estándar de santidad y pureza ritual de los judíos.
¡Y yo me veo tan bien dibujado en esa indignación! Cuántos años me la pasé refunfuñando al lado de la puerta mientras adentro de la casa se bailaba y se celebraba en nombre de la reconciliación. Porque, claro, sentía que Dios me debía algo por haberme portado tan bien, por ser tan fiel durante tantos años, por saber tanto de la Biblia y servir en tantos ministerios… pero ese cabrito que me merecía nunca llegó. Será por eso que me gustaba tanto recordarle a la gente que se fuera y no pecara más, que Dios era fuego consumidor, que sin santidad nadie vería al Señor.
Fueron muchos años en los que fui ese hermano mayor, tan cerca de la casa del Padre, pero tan lejos de su corazón. Hoy no pasa un día sin que le pida a Papá que no me deje olvidar nunca más que su gracia alcanza para todos, hasta para mí, que tantos dolores de cabeza le di con mi propia justicia.
Y, de vez en cuando, bailar por el hermano perdido que regresa.