En aquel momento aparecieron, junto al ángel, muchos otros ángeles del cielo, que alababan a Dios y decían: «¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Paz en la tierra entre los hombres que gozan de su favor!» (San Lucas 2:13-14 DHH)

El canto que entonaron los ángeles la noche del nacimiento de Jesús tiene mucho para enseñarnos sobre cómo se veía desde el cielo este evento. En primer lugar, es un detalle muy interesante que es en este anuncio angelical donde aparece por primera vez ubicado, según Lucas, en boca de un personaje la expresión griega «Evangelio». Son estas buenas noticias, estas nuevas de gran gozo, las que cambiarán el destino de la humanidad para siempre.

Este niño que nacía a poca distancia del campo donde se encontraban los pastores que cuidaban sus ovejas, no era otro que el Cordero de Dios que quitaría el pecado del mundo. Su vida perfecta, cada una de sus decisiones y de sus actitudes, todas sus palabras y sus pensamientos estarían en completa armonía con la voluntad del Padre, al punto que en varias ocasiones se registra la voz divina desde el cielo ratificando: «Este es mi Hijo amado». ¿Quién más podría traerle gloria a Dios de semejante manera?

Y fue esta iniciativa de Dios, esta acción de desprendimiento al darnos a su único Hijo como el mayor regalo de gracia, el gesto de reconciliación definitiva entre el cielo y la tierra. De hecho, su plan era «reconciliar consigo todas las cosas» a través de Cristo, no solamente restaurar nuestra relación con Él, rota a causa del pecado, sino también reconciliarnos entre nosotros mismos, a esta humanidad herida y separada por el odio, la injusticia y el egoísmo. Es por Él, por su amor, su justicia y su humildad que podemos encontrarnos en un solo cuerpo, en el amor real y permanente que es el mayor signo de los que creen. Es en Jesucristo en quien se restaura el propósito del corazón de Dios al crearnos. ¡Gloria a Dios! ¡Paz entre los hombres!

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