Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por medio del profeta: «La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y lo llamarán Emanuel» (que significa «Dios con nosotros»). (Mateo 1:22‭-‬23 NVI)

El niño de Belén es Dios disponible para todos. No solamente para las élites religiosas que podían acceder a educación de prestigio, a interpretar las Escrituras y explicarlas a los demás. Ni para los ritualmente limpios, de buena reputación y socialmente aceptados, la gente de bien.

El niño de Belén, que nace en una familia campesina sin privilegios, en una nación subyugada por invasores extranjeros, que es reconocido más fácilmente por unos sabios paganos de oriente que por los suyos, que tiene que huir por su vida a un país extraño. Ese niño de Belén es Dios con nosotros, cercano, accesible.

Y al igual que en su nacimiento, en su vida fue cercano a los necesitados, a los despreciados, a los últimos. Y en su muerte el velo del templo se rasgó en dos, para mostrarnos que por Él podríamos todos acercarnos a Dios, que nosotros, lo vil y menospreciado, podríamos dejar de llamarnos ajenos y ser parte de un solo pueblo, que podemos contar con su compañía siempre: «yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo».

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